miércoles, 19 de noviembre de 2008

Ella y Él

Ella lo miraba, lo miraba tal cómo se mira a quien era un extraño y ahora no lo es, cómo a quién se conoce dentro, fuera, y a lo largo de la piel. Cuando él no pudo seguir resistiendo, giró su cabeza y le regaló una sonrisa. Una sonrisa suave y franca. Es increíble lo que puede significar un gesto: ella supo al instante que era correspondida y con un sutil contoneo de cadera se acercó.

Se miraron fijamente, cómo si fuese la primera vez, ella cerró los ojos y le acarició el rostro. No era necesario mirar pues ya lo conocía: cada recoveco, cada curvatura, cada imperfección que encontraba bella. La suavidad de sus manos, que se alimentaban del calor de su rostro, desembocaron en un sin fin de sensaciones eléctricas que aumentaron la temperatura de sus cuerpos, mientras ese momento quedaba para siempre en sus memorias.

Él la tomo sutil pero firmemente de la cadera, mientras sus manos recorrían sigilosamente su cuerpo. No había posesión ni juego de roles, no había nada que demostrar, eran dos amantes sumidos en el placer de sus caricias, que redescubrían los secretos que ya habían compartido. Una firme exhalación acercó sus rostros y sus labios se encontraron en un beso de sabor extraño. Ella recordó al instante la primera vez, en la oscuridad de la noche, justo cuando él degustaba un helado. Su corazón latía de la misma forma: tan loco y desbocado que temió se le saliera del pecho. pero esta vez no había sabor a napolitano, ese mismo que le dio la excusa perfecta para apartarse un poco, tomar aire, y tratar de recobrar la calma mientras decía: “Sabe a helado ¿rico no?” él sólo asintió rápidamente y volvió acercarla a su pecho.

En ese instante volvió a sentirse nerviosa, pero también feliz. Porqué desde aquel día no había vuelto a besarla de esa manera, porqué probó su sabor, y él el suyo, y ya no había nada que hacer, salvo hundirse en un suspiro.


A la mandarina, que ha encontrado la belleza más alla del coito

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