viernes, 11 de febrero de 2011

Chorreado de merengue



“Amor pasado por agua, amor a la vainilla,
Amor al portador, amor a plazos,
Amor chorreado de merengue”.
Liliana Felipe



Es como ser niño otra vez. Las pupilas se dilatan y todos los dientes se asoman. Un relámpago corre por la espina, otro y otro. A veces puedo acercarme tanto que mis manos parecen adherirse como ventosas al cristal helado. Sólo puedo tomar uno, sólo uno. Pero hay tantos, y todos tan igualmente especiales, que la elección es solo comparable con la de una estrella en la vasta oscuridad del universo. Por eso es que me lo tomo tan enserio.

A las dependientas parece molestarme que mi escogimiento no sea rápido y la demás clientela mira extrañada el aire rapacillo y medio salvaje con el que mis ojos saltones miran enloquecidos entre una vitrina y otra. Deben pensar -sólo son pasteles-. Se equivocan.

Un pastel es un símbolo de comunión con la tragonería. La objetivación del pecado de la gula, para quien lo come, y la lujuria para quien lo cocina. Acaso no se necesita un deseo mal sano de provocar a otro con la esplendorosa cubierta que antecede a la masa inflada: suave y exquisita, aunque mucho más ligera que la carne, con la que se forma.

Siempre aireado, y preferiblemente ligero, el merengue renuncia a su blancura natural para rendirse a los instintos del panadero: podrá darle un toque oscuro de cacao, dulce o amargo, especial para las almas rijosas o un tono suave y ñoño, tan tradicional, que le ha dado a las gamas cursis el mote de “colores pastel”.

Como sea que luzca cautivará a su presa y una vez que el pedazo está en el plato comienza un acto troglodita: primero la mano lo aprisiona y lo lleva a la boca sin miramientos. La primera mordida. El azúcar corre por la sangre y el relleno cremoso explota antes de bajar por la tráquea. Adiós cordura. Las mordidas se repiten: frenticas, constantes. La boca se ensucia, también las manos y la comisura de los labios. Pero comemos y somos felices. La lengua acicala los dedos llenos todavía de un poco de betún, para prolongar la satisfacción de ese instante; mientras poco a poco nos invade toda la pesadez de sus cientos de calorías y ahora sólo podemos pensar en cerrar los ojos y dormir.