sábado, 7 de febrero de 2009

Historia para no contar

“Enamorarse es… ver pasar un sexenio sin que nada nos moleste” dice una frase dentro de un monologo que me encanta y que les estaré compartiendo más adelante ¿Pero infatuarse? ¿Cuánto debería durar una infatuación? Supongo que tantas veces seamos capaces de soportar los latidos desbocados del corazón o nuestros músculos faciales estén dispuestos a activar una sonrisa idiota.

Aun puedo recordar con detalle la primera vez que lo vi, incluso, la fecha exacta, que no voy a poner porque luego gana uno fama de psicótico, pero también porque por encima de datos temporales, es más importante decir que desde ese momento, que duró apenas 10 segundos, su rostro se clavó dentro de mí.

Soy completamente honesto pero no puedo asegurar cuando descubrí que me había infatuado rotundamente, supongo que fue después de cinco o seis ocasiones en que una sonrisa boba y gigantesca se apareció en mi rostro por su causa. Aunque para entonces ya le había hablado a todo el mundo del guapísimo amigo de Ángel tratando de encontrar alguien que me diera más información de aquel hombre. Desafortunadamente la que descubrí no fue muy satisfactoria, todo lo contrario, convertía al objeto de mi enamoramiento un imposible. Sin embargo, con todas las leyes de probabilidad en contra le declaré mi admiración, de una manera bastante desarticulada, por cierto.

Supongo que de la misma manera tendré que declárale el final de mi enamoramiento dejándole bien claro que no es culpa suya sino mía, de la vida, del destino, del tiempo, del maldito raciocinio: tan helado, tan calculador, tan lógico, tan siempre lleno de razón. Afortunadamente con esa misma lógica alcanza a darse cuenta de que sin importar todas las buenas razones que existen para darlo por terminado también existen motivos para sentir nostalgia por su adiós y es que despedirse de una infatuación significa decir adiós a una de las más puras y sublimes capacidades del ser humano: el asombro: adiós a los embelesamientos por una sonrisa. Adiós al alivio de un coqueteo causal, idóneo para girar radicalmente un día nefasto y desastroso. Adiós a la invasión de ternura por su rostro angelical. Adiós a su contagiosa ingenuidad y las mariposas que ocasionaba en mi estomago. Adiós a su sensualidad innata, dócil y viril, excusa perfecta para cientos de fantasías rosas.




1 comentario:

Aidee dijo...

Hola!
Exactamente no sé como terminé en tu blog, pero no importa mucho, está genial, em tomaré el atrevimiento de pasar por aquí más seguido.
Un abrazo.