miércoles, 27 de enero de 2010

El libro y yo

Si tuviese que darle un adjetivo a mi “vida” como lector, seguramente no encontraría uno que la significase por completo: absurda, inesperada, pálida, piadosa, telarañosa, sofocante, animosa, febril…seguir la lista sería propiamente un desperdicio de tiempo y espacio.

De niño habité una casa en la que los libros tenían una presencia más bien apabullante. Libreros gigantes ocupaban las paredes y en ellos, ordenados con un rigor casi bibliotecario, decenas y decenas de libros – que años más tarde terminaron en la biblioteca pública de la ciudad- desde luego tal orden propició un acercamiento, digamos guiado, pues los libros infantiles no sólo poseían su propio estante sino que estaban dentro de mi habitación.
Los recuerdo bastante bien: una serie de catorce tomos, cada uno en un color más brillante que el otro, titulados “Desde la cuna” un compendio de historias, cuentos, novelas, y canciones de cuna y juego de Europa y América Latina.
Ahí conocí las historias de los Hermanos Grimm, Carlos Perrault, y Hans Christian Andersen; cuya moralina asumí con una naturalidad impresionante, que hoy encuentro francamente perturbadora. -Afortunadamente no leí la historia de Pinocho hasta mi adultez, sino quien sabe qué clase de persona sería hoy-
Cuando hube llegado al último tomo de la colección, en el que los textos carecían de ilustraciones regulares, busqué por primera vez fuera del estante designado. La suerte me llevó a devorar la mitología grecorromana, las fabulas de Esopo, más de medio millar de refranes. La Ilíada, La Odisea, y una versión editada de la Divina Comedia.
Mi padre, principal promotor de esta actividad, me ofreció entonces un trato: quinientos viejos pesos a cambio de la lectura de la máxima obra del español: El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aquel libro descomunal me espantó tanto que ni la remuneración económica propuesta me pareció (y me sigue pareciendo) lógica o justa.
Tras haberme negado volví entonces al último tomo de mi colección inicial sin la menor sospecha de que detrás de su dura pasta verde chillante aguardaba una tierra mágica de calibanes que habría de enamorarme de por vida. Nombre el lector la que desee es seguro que la he leído. Gracias al talento inagotable del sweet master Shakespeare aprendí de la purificación del alma, esa que propusieron en la Antigua Grecia con sus tragedias y monólogos.
Luego vino Molliere, con su Tartufo, su Avaro y un Ricachón de la Corte. El teatro se volvería con el tiempo una de mis pasiones más encumbradas.

No pasó mucho tiempo antes de que la literatura me mostrara el otro de sus rostros, el que no es muy amable, el del libro que se deja, “porque nomás no inspira”: El Llano en Llamas, El Popol Vhu, Cien años de Soledad, El lobo Estepario… (Puro libro obligado, seguramente, pero lo que no inspira, no inspira y ya).
Mi primer texto prohibido lo leí en la pubertad. De vez en cuando detenía la labor, exhalaba con tremenda extrañeza y no podía sino preguntarme de forma bastante pedestre: “¡qué pedo con esto?”. Algunos años después el conocimiento sobre el análisis del discurso me enseñaría a interpretar las letras del Marques.
Si tuviese que elegir uno como mi favorito, sin duda sería Ana Karenina ¡Cuanto he sufrido por ella! Con la garganta hecha un nudo, desde muy adentro y sin voz le pedí una y otra vez: “soporte Madame Karenina ¡Soporte! Wronsky la ama, soporte”. Hube de llegar al final sólo por Kostya y Kitty, pero hasta el día de hoy detesto con vehemencia las teorías durkenianas.
La historia reciente está plagada de ensayos, poesía muy poca, mi primer acercamiento con ella fue quizá en los festivales estudiantiles donde recité algunas de las piezas más comunes, luego un par de libros. El primero lo recuerdo muy bien: una edición económica de fotocopias y pasta plastificada con arillo. Los demás, con aire petulante aseguraban ser un “tesoro para el declamador universal”. Entre sus páginas jamás leí algún texto que me cimbrara tanto como cualquiera de John Donne o Konstantino Cavafis.
Entre los viniles y cd’s hallé alguna vez un disco compacto de Manuel Bernal, la voz de la XEW, en el que le daba voz a muchas de las piezas que conocí de forma temprana: La chacha Micaila, Los Motivos del Lobo, Porqué ya no soy del vicio o el Brindis del Bohemio. No obstante, ahora prefiero escuchar los poemas de Pessoa, musicalizados por Liliana Felipe, sobre todo, en voz de Eugenia León.
Hacer una biografía de lector es mucho más complicado de lo que pensé: no ha aparecido “El principito”, tampoco el maravilloso Oscar Wilde. No he despotricado como es debido contra Márquez, ni hecho una lista sobre las historias que han pasado a 33 milímetros. Menos aún de los libros espirituales, los repasos en la historia del arte, las religiones y las civilizaciones antiguas. Las biografías de grandes hombres y mujeres. La ética, la filosofía, o el amor homosexual

Falta mucho por documentar, pero mejor aun, falta mucho por leer

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