jueves, 26 de mayo de 2011

En el armario [para un blog en abandono]

Vivíamos con la prisa de amarnos. En el sentido más burdo de la expresión: siempre a escondidas, entre rincones, en la oscuridad o a plena luz; pero apartados de los ojos de quienes censuraban el deseo ambiguo de dos adolescentes.

Buscábamos un lugar para meternos mano casi todos los días. Nos bastaban diez o quince minutos de besuqueos en la cocina, el armario o la parte trasera de un auto; aquellos no eran lugares propios para el amor, pero nosotros no estábamos enamorados. Aunque muchas veces pretendimos que sí.

Recuerdo la ansiedad dibujada en sus ojos verdes entrar, siempre con el deseo por delante, dentro del armario en casa de mis padres: frente al pasillo que unía dos recamaras y uno de los baños -si había un lugar para no ser descubiertos, en definitiva no era ese- y yo, siempre tras él, temeroso de olvidar en las tinieblas el color de su mirada; de su piel; o de su boca.

Ahora que lo pienso no se que tenía ese armario, pero lo convertimos en nuestro cómplice. No sólo estaba en un lugar de libre tránsito, en el que podíamos ser descubiertos fácilmente, también era pequeño, y apenas cabíamos los dos con un muy ligero espacio entre nuestros cuerpos. Lo más común era que para girar, uno de los dos deslizase sus dedos a través de una de las rendijas de aquella puerta tipo persiana, y ya luego, en aquella posición, un tanto más cómoda, someter al otro desde la retaguardia con un ritmo como de rumba.

En los buenos días de verano, con la temperatura superior a los 30 grados y el índice de la humedad más arriba que el día anterior, como suele suceder en esa ciudad de playa, hasta ya entrado el mes de noviembre, era común que ambos anduviésemos por la casa sin más que unas bermudas, y por lo tanto, dentro del armario, prácticamente desnudos.

Por alguna razón, en ese tiempo los besos eran más intensos y profundos. Nuestras lenguas enfurecidas recorrían presurosas hasta el último centímetro de piel descubierta: ahogándose sin la conciencia de la respiración, cegadas por la encomienda tacita de atrapar el sabor a hombre y la ilusión de la desnudez, que provocaba en nosotros, sabernos descamisados y con los pantaloncillos hasta las rodillas.

Qué amasijo de vapores se cocinaba en ese armario.


Él y su lechosa blancura californiana eran las primeras en ceder: tras unos minutos sus poros se abrían para condensar la pasión del instante. Volvian su cuerpo resbaladizo, pestilente y refrescante.

De aquellos encuentros, en que el calor era el protagonista, quedó más de un indicio. Mi madre refunfuñaba con cierta regularidad acerca de las manchas amarillas que aparecían en las sabanas que guardaba en el armario.

Mira nomás-me decía- la humedad mancha hasta las sabanas.


Yo asentía con la cabeza...

1 comentario:

I'm Violet Veela dijo...

Tener un cómplice siempre hace falta.